miércoles, 14 de septiembre de 2016

La primera vez que me mordió un lobo.

Daña más que los golpes...


Las montañas enmarcaban un día claro y envolvían siete risas infantiles, cuyos ecos se repetían hasta perderse en lo más profundo del bosque.

Las risas despertaron algo.

El sol proyectó una sombra raquítica que cortó la felicidad durante lo que pareció ser toda una vida.

Olía el miedo que desprendían.

La criatura gruñó y todos los niños lloraron. Todos salvo yo, que quise hacer de héroe.

Algo enfureció al animal.

Fui yo.

Los músculos de las piernas me produjeron calambres tan fuertes que creí que en cualquier instante caería al suelo. Pero no fue así. Llegué a la cueva del lobo y robé su tesoro. O eso creí.
Lo volví a ver en la puerta, esta vez temeroso al ver lo que llevaba en los brazos. Aulló con fuerza y grité al sentir que algo me atravesaba la carne, dejé caer al pequeño animal al mismo tiempo que el lobo saltaba sobre mí.

La primera vez que me mordió un lobo, otro animal murió.

El lobezno lloró y se ocultó en el bosque, mientras el cuerpo de su madre continuaba humeante en el suelo.
La bala de los cazadores me había salvado la vida, acabando con otra.
Ahora, cuando miro la linde del bosque, siento dos ojos iracundos que me observan y no paro de preguntarme cuánto tiempo pasará hasta que decida que es el momento de llevarse algo más que un trozo de mi carne.

... El miedo.

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