sábado, 5 de noviembre de 2016

Cuando ya nada me atrapa.

Antes de realizar un cambio siempre hay un momento en el que no encuentras oxígeno para levantar el puño.


Siempre es una ventana. Una ventana translúcida que solo me permite apreciar formas y colores, nada más. No sé qué es lo que hay fuera, no sé tan siquiera si hay algo.

Sin embargo, siento que una corriente me arrastra, me atrapa y no me permite ver otra cosa diferente a la brillante superficie que quiero atravesar.

Un suspiro.

Una tormenta.

Y fuego. Una corona de llamas se transforma en su marco cuando intento golpear la ventana... Intento, porque mis brazos se crispan como si ya no fuera dueña de sus movimientos; siento el esfuerzo en la cara, en el cuello..., en todo mi ser y continuó sin poder moverlos. Cuando desisto, la corona desaparece y vuelvo al silencio, a mi oscuridad, únicamente interrumpida por la luz de esa ventana y la promesa de lo que me esté esperando más allá..., en algún lugar.

Cierro los ojos y pienso en lo mucho que necesito levantar los brazos, en todo el tiempo que llevo rindiéndome ante el fuego pero, esta vez no permitiré que él calor me detenga. Esta vez no pararé.

Noto el cosquilleo familiar en los brazos y el deseo de parar me atenaza el vientre, como una soga fría que desaparecerá si decido parar y volver a perderme en el silencio. 

"¡Para!", dice una voz cuando logro mover el brazo. Fue un movimiento tan leve que, de no haber sido por ese susurro, hubiese creído que se trataba tan sólo de una ilusión.

"¡Más fuerte!", me digo. "¡Más fuerte!". Él cosquilleo pronto se transformó en dolor,  un dolor tan intenso que me provoca un grito; él grito lanza el espejo a otro nivel de profundidad.

"¡NO!"

Cada paso es un lamento. A medida que me acerco una parte de mí se perdía en la profundidad.

No podía girar la cabeza para observar qué era lo que ocurría, tan solo podía mirar hacia delante.

"¡Corre!"

"¡Para!"

La soga que me oprimía el estómago  se tensa, no voy a poder avanzar más. La corona de fuego brilla con fuerza, advirtiéndome... O dándome la bienvenida. Toda mi piel, mis músculos, todo mi cuerpo se rompe en el último esfuerzo; es un crujido que inunda toda aquella soledad; es el grito de alguien que por fin es libre.
Cuando por fin rozo con la punta de los dedos el espejo, veo una mano recibirme al otro lado...

                 ... Una mano que me salva.

La fuerza que buscas está escondida en el lugar más oscuro de tu mente.

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