lunes, 30 de enero de 2017

Comienzan los 52 retos de escritura.

Después de haber estado ausente durante muchos días, vuelvo para traeros algo especial o al menos, algo nuevo para mí. Siguiendo algo que propuso El libro del Escritor en su página web, me sumo a los 52 retos de escritura. El reto consiste en realizar un relato cada semana, uno cada día o uno cada mes. No importa. Lo único que se busca es escribir y disfrutar con lo que se hace.

Lamentablemente yo llego tarde y no pude empezar en orden pero, poco a poco, iré subiéndolos hasta ponerme al día con todos ellos... Antes de continuar con el reto, quiero aprovechar para comunicaros que en breve abriré un espacio para las reseñas de autores noveles que, como yo, quieren hacerse un hueco en vuestros corazones.

El relato que he escogido para esta semana es este "Escribe una historia en la que salves la situación con un mayúsculo deus ex machina". 

Para los que no sabéis lo que es el deux ex machina:

Es una expresión latina que significa "Dios desde la máquina", se originó en el teatro griego y romano, cuando una grúa introducía a un personaje interpretando a una deidad que resolvía la situación. Hoy se utiliza cuando un elemento externo resuelve la trama sin seguir lógica, sin tratarse necesariamente de un elemento divino. Generalmente, se intenta evitar por tratarse de un recurso que acaba por dejar con mal sabor de boca al lector pero, en este caso, lo he buscado  y se trata (tal y como pide el título) de un mayúsculo Deux ex machina. A continuación os dejo el relato, espero que lo disfrutéis tanto como yo...

Reto #4 "El precio de un deseo".


—Eres una muñeca, ¿verdad, Ana? —no esperó a que respondiera. Aquella chica parecía estar a punto de desmayarse—. Sí, sí que lo eres —la sonrisa de cocodrilo intimidó a Ana, quien parecía haber olvidado por qué estaba reunida con Lamir—. Una muñequita perdida en un lugar peligroso…
—No… —vaciló Ana—. No estoy perdida —sujetó el borde de su jersey con ambas manos, buscando el punto de confianza que necesitaba y que por supuesto, no estaba ahí—. Lamir, yo…
Súbitamente se escuchó un chasquido en la oscuridad y una mano la enviaba al suelo.
—Si supieras dónde estás, sabrías que nadie pronuncia nombre!
Su atacante, una mujer de aspecto rudo, se inclino sobre ella con la intención clara de volver a pegarle.
—¡Para! —ordenó Lamir, sin moverse de la silla—. Deja que me diga por qué ha venido.
Ana entendió que era ese el momento decisivo: lo que dijera en ese instante la llevaría a conseguir su deseo o bien, al fondo del río. Ana se demoró un segundo en la comisura de la boca de la mujer tras el escritorio y supo que no tendría reparo en dejar que la molieran a palos. Repasó en su mente la frase favorita de Lamir, ese demonio encarnado en el cuerpo de una mujer y abrió la boca:
—He venido hasta aquí porque eres mi única esperanza —agachó la cabeza, temiendo haberse equivocado, esperando otro golpe.
—¡Levanta y pide!
—Mi hermana está enferma… —comenzó a decir Ana.
Lamir hizo un mohín.
—¿Y quieres dinero… para sus medicamentos? No es lo que esperaba para esta noche.
—¡No, no! ¡Ni siquiera quiero dinero! —eso sí captó su atención—. ¡Quiero un riñón sano! —se descubrió gritando. Todos los presentes mantuvieron el silencio—. ¡Quiero un riñón para mi hermana.
—Eso —dijo, levantándose sobre la mesa, dejando al descubierto las armas que llevaba prendidas al cinto—. Oh, eso sí me gusta.
La sonrisa de cocodrilo iluminó la noche…
… La siguiente imagen en su memoria fueron sus pies, embutidos en unos zapatos de tacón, demasiado altos como para poder dar marcha atrás en ese instante.  Ahora no tenía opción. Si quería que Lamir consiguiera lo que necesitaba su hermana, debía cumplir su parte del trato. Solo había una persona en la ciudad capaz de competir con ella, por lo que si conseguía hacerse pasar por prostituta (algo de lo que ya se habían encargado), sería relativamente fácil conseguir cierta información, para dejar a Lamir vía libre.
La arrastraron por un pasillo largo, que conducía directamente a la habitación de Verdaguer, el hombre al que debería drogar y robar. Tragó saliva al recordar que su tipo de chica eran las que “temblaban como un flan”. Todas las miradas la hacían sentir como un ratoncillo indefenso y ni siquiera había visto a la serpiente, pensó. Sintió el peso de la navaja en su bolso de mano, lo que le dio cierta seguridad y un pensamiento fugaz: si mataba a cualquiera de esos guardias, conseguiría lo que estaba buscando… Pero, si por algún milagro no la mataban, esos órganos podrían estar tan enfermos como los de su hermana o incluso como en su caso, podrían no ser aceptados por su cuerpo. Suspiró y sintió que la droga que cubría su cuerpo, con una capa transparente, comenzaba a subir por sus fosas nasales, si no tenía cuidado, podía acabar con la voluntad doblada y sin posibilidad de cumplir su misión.
Finalmente la gran puerta se abrió, le dieron un empujón a la gran habitación dorada y cerraron la puerta tras ella. Vio a Verdaguer sentado con las piernas abiertas, sobre un asiento negro. Era tal como lo habían descrito los ayudantes de Lamir. Tragó saliva y se acercó, respondiendo al gesto que le había hecho. Ana se dio cuenta de que estaba haciendo exactamente lo que él esperaba: temblar como un animalillo indefenso, que solo puede esperar a la muerte. Y eso le encantaba. Parecía más acostumbrado a esa situación de lo que hubiera esperado: no dudó en retorcer el pecho de Ana con una mano. Lanzó el pequeño bolso al suelo, a varios metros de ambos, dejándola sin la protección de su arma. Si acercaba más la cabeza a su cuello, no tardaría en caer dormido, lo que le daría a Ana una oportunidad para buscar los archivos que quería Lamir.
Sintió el hedor que salía de su boca y no fue capaz de continuar. Lo empujó con todas sus fuerzas y corrió en dirección al bolso.
—¡No, nena! —gritó él, cogiendo uno  de sus tobillos—. ¡No vas a ninguna parte!
Ana cayó al suelo,  a pocos centímetros de la protección del bolsito, estiró el brazo y lo rozó con la punta de los dedos. Verdaguer cayó sobre ella con pesadez. Ana gritó y se dio cuenta de que debería haber esperado a que el narcótico lo durmiera. Él le dio la vuelta, quería golpearla y dejarla fuera de juego pero, Ana ya tenía entre sus temblorosos dedos la navaja, que no dudó en dirigir hacia su rostro.
—¡Perra!
Vio la herida abierta en su boca, que alargaba una sonrisa fantasmagórica, envolviéndole el rostro en una mueca atroz. Él consiguió propinarle un golpe en la cara. Ana sintió cómo se iba hinchando y presa del miedo, solo pudo levantarse a trompicones. Los guardias irrumpieron en la estancia, a causa de los gritos de su jefe, interceptaron a Ana a medio camino de la puerta.
—Voy a modificar el tema de la fiesta —dijo, dejando caer un pesado golpe en el estómago de Ana.
La tiraron al suelo cuando vomitó. Estaba convencida de que moriría esa noche. En medio de todo aquel alboroto, una bola de metal resbaló hasta llegar a ellos.
—¿Qué…? —empezaron a decir.
Y de súbito, la bola estalló liberando un gas que, los dejó a todos momentáneamente ciegos. Un grupo armado entró en la habitación, golpearon a varios de los guardias, quienes aún intentaban defenderse del ataque. Alguien se acercó a Ana, quien se aferraba a las cortinas, como si pudieran protegerla de cualquier cosa.
—Vamos —dijo la voz—. Todo saldrá bien.
Después, solo hubo silencio.


Ana despertó al poco tiempo en el mismo hospital en el que se encontraba su hermana. Por suerte, gracias a la intervención de la policía, sus heridas eran reversibles. Los agentes le comunicaron que llevaban mucho tiempo esperando a que Verdaguer hiciera algún movimiento en falso y el encuentro de esa noche se filtró oportunamente... Parecía que una de las dos partes sí había conseguido lo que quería... Ana se lamentó por no haber podido conseguir lo que necesitaba pero, gracias al dolor de su cuerpo, supo que era mejor no volver a nadar en ciertos estanques. 
Vio que el médico que trataba a su hermana aparecía por el final del pasillo en el que se encontraba. La sonrisa de su boca solo podía significar una cosa. Ana sonrió.

relato deux - 
(c) - 
Andrea Ángel Alzate 



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