¡Muy buenas a todos!
Hoy os quiero dar la bienvenida con una entrada emotiva. Aprovechando estos días libres, he terminado mi primera historia de navidad y ahora la comparto con vosotros, esperando que nos haga recordar que, lo más importante de estas fechas no son los regalos, es el amor. Amor por nuestros seres queridos, por nosotros mismos, por el mundo en general.
En la próxima entrada os contaré una pésima noticia. Por suerte, gracias a las malas experiencias de unas cuantas personas, yo he podido evitar pasar por lo mismo.
Ahora os dejo con la historia de Juan, un hombre trabajador que intenta darlo todo por su familia, tal vez, demasiado...
Gotas brillantes
En una casa que no era un hogar y en un país que jamás lo acogería, vivía Juan, un ciudadano perdido, como muchos otros, en el caos del avance. Era un hombre sencillo, que disfrutaba con pequeñas cosas, como una llamada o un correo electrónico de su familia. Después de gastar la mayor parte de su tiempo en el coche y en la fábrica, abrir la puerta de su casa era un cálido abrazo en medio de la tormenta.
Nadie corría a recibirlo, como hacía ya unos años. Ninguna sonrisa, ni tampoco el sonido de esas pequeñas patitas del perro que solía apresurarse a morder sus pantalones o sus dedos de los pies. Tras un día más siendo ahogado con una cadena, lo que encontraba al llegar a su casa era un vacío que se aferraba a sus huesos.
Nada.
Encendía el ordenador y esperaba encontrar alguna señal de su familia: una foto, un mensaje...
Nada.
Juan estaba acostumbrado a ese silencio de red, como le gustaba llamarlo. Aunque de hecho, no le gustaba en absoluto. Intentaba encontrar una forma de seguir sonriendo, pero cada día se daba cuenta de lo difícil que era estar en un lugar extraño, en el que solo era una mota de polvo, sin amigos y sin familia.
Nada.
Todo ello quedo atrás cuando decidió marcharse. En momentos como aquel, en el que se sentía triste y vacío, como si no le importase a nadie, se preguntaba que razón había tenido para irse; qué motivo lo mantenía en marcha semana tras semana, día tras día.
En un instante concreto de esa vida, poco antes de que las calles comenzaran a brillar con mil luces, Juan tomó el teléfono con una mano temblorosa. No necesitaba ver los números que quería marcar, pues los tenía en su cabeza. Los repasó todos mentalmente, asegurándose de no olvidarlos jamás. Aguardó un momento con el auricular pegado en la mano, hasta que sonó un pitido y el ya conocido mensaje. Antes de hablar, se dijo a sí mismo que al otro del mundo, todavía era demasiado temprano. Sin mucha convicción, comenzó a hablar:
—Hola, hijo. Solo llamaba para saludaros y para preguntar si todavía sigue en pie lo de venir con las chicas. La ciudad está preciosa, os encantará —silencio—. Espero que estéis bien.
—Hola, hijo. Solo llamaba para saludaros y para preguntar si todavía sigue en pie lo de venir con las chicas. La ciudad está preciosa, os encantará —silencio—. Espero que estéis bien.
Colgó y necesitó unos segundos para sobreponerse. Abrió los ojos de nuevo y mientras otro numero se visualizaba en su mente, las luces navideñas inundaron la calle, llegando a cegarle otro instante. Era un número que no marcaba desde hacía mucho tiempo, incluso antes de su partida. Un número que se mezclaba con las luces y con las sonrisas de esas familias que paseaban por la calle... Sonrisas que él ya no tenía.
En un último intento, desechó ese número con fuerza, casi con rabia, pues era la única forma de eliminarlo y que diera paso al número de su hijo menor, quien contestó casi en el acto.
—Buenos días o buenas noches, ya no sé qué hora es.
—Te noto raro —dijo Juan.
—Lo que estoy es acojonado, papá —respondió su hijo Miguel—. Tengo tantos exámenes y tantos trabajos para entregar que apenas puedo dormir.
Miguel era el menor de los tres hijos de Juan. Era su segundo año de carrera y parecía estar sobrepasado. Al menos estaba así por algo bueno, se dijo Juan y no por la muerte de su madre, como el año anterior. Fue un error permitirle acceder a la universidad estando tan afectado. Juan quiso desechar esos pensamientos, al menos mientras estuviera al teléfono con su hijo.
—... En serio, pa —mantuvo el aire en los pulmones, antes de continuar —, gracias. Gracias por hacerlo por mí y por los demás. Pero... — se cortó —. No voy a poder ir. Voy a pasármela estudiando. No imaginas cuánto desearía que no hubiera Navidad.
— Está bien — le cortó —. Intenta concentrarte en terminar bien pero, por favor —quiso darle a su voz un tono más jovial —. ¡Intenta también no parecerte al Grinch!
Ambos compartieron unas risas que permitieron que el estrés que sentían, se fuera diluyendo en pequeñas gotas. Miguel se despidió de su padre, sintiéndose mucho mejor. Esa llamada también había dejado en Juan un buen sabor de boca y el agradable recuerdo de por qué se había marchado de su hogar: para darle uno mejor a su familia. Y en verdad lo merecían pues, tras la muerte de María, ninguno había vuelto a ser el mismo. Si ahora ella supiese que todos estaban solos y que no hablaba con Manuel, su hijo mediano... Ese número que se empeñaba en reaparecer en su cabeza, incansable. Como algo si algo en su interior quisiera decirle que había llegado el momento de perdonar... Pero para Juan ese momento llegó hace mucho tiempo, cuando intentó reconciliarse con él. Aunque sólo recibió hostilidad y malos modos. Puede que fuera su segunda oportunidad, después de todo, ¿por qué habían discutido? ¡Qué importaba ya! Marcó el número en el teléfono pero, en seguida lo borró, movido por un muelle. No estaba preparado para enfrentarse a eso.
Recibió un correo electrónico de su hijo mayor, en el que le decía, con muchísimo pesar, que no podía llevarse a la familia ese año, que sería en el siguiente y que todos le deseaban feliz navidad.
— Seguro que me han reenviado el mensaje del año pasado — pensó Juan—. Si no vinieron cuando vivíamos en el mismo país... No iban a venir ahora.
Pero en sus palabras brillaba un anhelo oculto, él deseo de romper con todo y regresar con su familia, a su tierra, donde no tenía que esforzarse por entender, ni por ser entendido. Un lugar que recordaba como algo feliz.
Transcurrieron los días y llegó la temida navidad. Al salir de la fábrica, no quiso ir a casa, a ese lugar frío tan deprimente, que lo hacía sentir solo.
Juan fue a dar un paseo por el abarrotado centro, esperando hallar en las luces, el consuelo que tanto necesitaba. Se tomó un gofre de chocolate con plátano (el postre favorito de sus nietas), mientras veía a los chicos más jóvenes patinar sobre el hielo. Quería disfrutar de esa tarde, imaginado que también lo hacía su familia, creyendo que pronto estarían todos juntos.
De camino a casa, pensó en María, en los años que habían compartido, que ahora parecían suspiros diluidos en el viento. Se detuvo en el puente que tenía que cruzar para llegar a casa. Estaba decorado, como toda la ciudad y no sólo con luces pues, los niños de algún colegio habían ido distribuyendo caras felices y frases bonitas. Al menos Juan imaginaba que eran bonitas, ya que su dominio del idioma se limitaba a la comprensión de supervivencia. Tal vez la navidad hacía que muchas personas quisieran saltar. Esperaba que los mensajes de esos niños, los detuvieran... Y era que él no necesitaba mensajes bonitos en ningún puente, él necesitaba el calor de un abrazo, el de una mirada o el simple hecho de tener a alguien querido en casa. Apoyó las manos en la barandilla helada y dejó caer la cabeza entre los hombros.
Uno.
Dos.
El aire gélido intentó borrar sus tiernos recuerdos: los besos, los bailes, las risas, los momentos con su familia. Dio un golpe y se envaró, porque ni el frío, ni el desasosiego, conseguirían hacer de él un hombre débil. Su familia lo necesitaba y él los necesitaba a ellos. En cuanto llegase a casa, llamaría a sus hijos, a todos ellos y encontrarían el momento y el lugar para verse, para perdonarse, para darse cuenta que tenían que ser un equipo indestructible.
Escuchó que algo caía a su lado, hasta el suelo y vio alejarse a una niña pequeña con su padre. Cogió al oso de peluche, que estaba ya mojado y corrió hacia ellos, aún a riesgo de parecer un loco peligroso. Cuando la niña lo tuvo entre las manos, el padre murmuró unas palabras (Juan esperaba que de agradecimiento) y le dio unos golpes en el hombro. La niña tenia unos ojos claros, tan grandes como un océano, sonrió y abrazó a Juan. Ese gesto lo llevó lejos, muy lejos... Con Maria y sus tres hijos, a un instante en el que era imposible cualquier tragedia.
Juan recorrió el camino que le quedaba con las manos en los bolsillos, lleno de júbilo. La certeza que brillaba, cegadora, en su mente, lo iluminó con la fuerza de diez soles.
Pronto estarían todos juntos, de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario